La Cámara Federal marplatense entendió que hay pruebas que comprueban que existió trata de personas con fines laborales en una quinta de Sierra de los Padres. El acusado ya había sido condenado por el mismo delito.
La Cámara Federal de Apelaciones de Mar del Plata confirmó el procesamiento de un hombre, que ya había sido condenado por el delito de trata de personas con fines de explotación laboral en 2013, acusado de someter a siete personas llegadas desde Bolivia en una quinta situada en la zona de Sierra de los Padres.
Los jueces Alejandro Tazza y Eduardo Jiménez consideraron que “no se trata de un hecho aislado sino una práctica reiterada en la actividad comercial del imputado”, y mantuvieron también el embargo por un millón de pesos para garantizar, entre otras cosas, la indemnización civil de las víctimas.
Durante una audiencia oral y pública, el fiscal general Daniel Adler sostuvo la acusación e hizo eje en la falta de registración, la manipulación de los testimonios y reparó en la situación de un niño de 12 años, cuyo DNI estaba en poder de la mujer del acusado, que cumplía tareas en la quinta antes de ir a la escuela y no tenía amigos ni jugaba.
Por su parte, la defensa del imputado entendió que no existían elementos típicos y que la prueba había sido valorada de manera parcial. Los jueces, al dictar resolución, entendieron que la falta de registración, las extensas jornadas de trabajo, la remuneración exigua, la ausencia de materiales de seguridad para trabajar en el campo y las precarias condiciones de habitabilidad, “no puede ser considerado como meras infracciones laborales o administrativas que rigen la actividad, sino como una verdadera sumisión a las condiciones impuestas por el ‘patrón’”.
La imputación que pesa sobre el dueño de la quinta “La Coca” -ubicada en el kilómetro 15,5 de la ruta 226- es la de haber participado en el acogimiento para su sometimiento a servidumbre con fines de explotación laboral a siete personas.
La resolución de los jueces repara en las declaraciones de las víctimas, y distingue aquellas prestadas al momento del allanamiento, de las recibidas luego en sede judicial. En la última instancia, dijeron que trabajaban solo de lunes a viernes, ocho horas por día y recibían uno 700 pesos por jornada. Antes, habían dado cuenta de jornadas de siete horas, pero con pagos de 600 pesos semanales o 200 diarios. Al igual que el juez de primera instancia, Santiago Inchausti, pusieron en valor las primeras versiones, como “un relato espontáneo y sin injerencia externa”.
Sin embargo, la supuesta formalidad sólo se encontraba en esos discursos que pudieron ser “aleccionados”, porque no había registración, ni los derechos que conlleva como obra social, aguinaldos, vacaciones, ni percibían remuneración alguna los días no laborados por enfermedad, mal clima o los de descanso, tampoco cuando no había trabajo. Incluso, uno de los trabajadores expresó que el dueño del campo, a su pedido, le habría dado adelantos de dinero que le descontaba de lo trabajado al día siguiente, y que le habría pagado a sobrinos, de su paga diaria, por haberlo ayudado en las tareas de la quinta.
Por otro lado, quedó evidenciado que no se les proporcionaba a los trabajadores elementos de seguridad y protección personal. Y en relación a las viviendas, las constancias de la causa indican que las víctimas debieron amoblarlas, que los baños estaban afuera y a unos metros de las casas, y que no contaban con agua caliente.
De libertades y vulnerabilidad
Los jueces repararon en que si bien no había elementos para suponer que se afectaba la libertad de locomoción de las víctimas, estaba en evidencia “un menoscabo a la libertad en su faz interna, es decía al aspecto volitivo de la persona, a la capacidad de autodeterminarse, al punto de no reconocer la explotación que padecían lo cual se refleja en frases tales como ‘nos trataba bien’”.
En este contexto, citaron un precedente propio e indicaron que “deberá tenerse especial consideración al grado de desarrollo cultural de las posibles víctimas, las concretas posibilidades de satisfacer sus necesidades básicas, la mayor o menor dificultad para lograr un sustento económico aceptable en relación a las posibilidades de obtener un empleo o trabajo acorde a su condición social y educativa, el marco social en el que pudo haberse criado y desarrollado distintas facetas de su vida personas y toda otra circunstancia que conforma el núcleo de la explotación característico de este tipo penal”.
Frente a ello, repararon en que la totalidad de las víctimas de esta causa son personas de nacionalidad boliviana, que según sus propias manifestaciones vinieron a la Argentina buscando trabajo, que si bien todas dijeron saber leer y escribir también expresaron tener inconclusa la escolaridad primaria. Y al mismo tiempo, desconocían a quién vendía el imputado la verdura producida y su precio, lo que los colocaba en una situación de desventaja para negociar una mayor paga o la mejora en las condiciones de vida.
Para los magistrados, esta realidad de las víctimas fue aprovechada por el acusado para someterlas a condiciones de explotación laboral, con el propósito de obtener los máximos beneficios económicos, “contribuyendo con ello a un proceso de sumisión, de anulación de la personalidad y de deterioro de la autoestima, que se retroalimenta profundizando el estado de vulnerabilidad y afectando gravemente la libertad de decisión”.